Por Jaime Fernández Botero.
Corría el año de 1895, regía
los destinos del municipio Alejandro Arango curtido militar que había desafiado
la muerte en varios de los conflictos civiles del país: “cuando el espacio se
llenaba de humo”, nos cuenta el padre Diego María Gómez,” y la tierra temblaba
con los estampidos de la fusilería, él, puesta su fe en Dios; permanecía
impávido, frío como el mármol que cubre los sepulcros; frío como la muerte
misma”. La viruela, como siniestro jinete del apocalipsis, dejaba en la
población su estela de muerte, ceguera y rostros desfigurados; la epidemia
sorprendió a las autoridades y para afrontarla improvisaron un precario
hospital de virulentos en las instalaciones del matadero municipal, desplazando
a los “matanceros” y autorizándolos para sacrificar las reses en el campo. No
obstante, nunca las vicisitudes arredraron al pueblo y pese a los infortunios,
las actividades parroquiales seguían, sin prisa, pero sin pausa.
En 1930, después del solemne desfile conmemorando el 20 de julio, las autoridades del municipio posan desde la torre central de la antigua iglesia. Al fondo el histórico reloj.
Las clases escolares se
dictaban de las 7 a las 9 de la mañana y de las diez y media a las tres y media
de la tarde; pero hasta el alcalde municipal llegaron las quejas de varios
empleados y vecinos cuestionando la eficiencia de maestros y directivos porque
las tareas se iniciaban entre un cuarto y media hora más tarde, contrariando
las precisas estipulaciones del reglamento ministerial para las escuelas
primarias del Cauca. Al sacerdote francés adscrito a la Escuela Apostólica,
Juan Floro Bret, en su condición de Inspector local de Instrucción Pública, le
correspondió realizar la investigación
pertinente llegando a la conclusión que los educadores no tenían
responsabilidad en el hecho, pues “la falta de puntualidad proviene en parte
del descuido de los padres de familia que generalmente ocupan a sus hijos en
las primeras horas de la mañana y en parte también de carecer la población de
un reloj público.” Con base en el informe del levita galo, se establecieron los
correctivos pertinentes “excitando a los padres de familia para que mandaran a
sus hijos a las escuelas a las debidas horas y se enviase un comisario de
policía con la licencia del párroco para dar algunos toques en la campana de la
Iglesia a las siete, nueve y diez y media de la mañana y a las tres y media de
la tarde”. Así se hizo y el horario inherente a las tareas escolares se efectuó
con la precisión exigida por las autoridades de la época quienes refrendaban
sus actos administrativos con la expresión “Dios y Patria”. Adicionalmente
quedó como meta a corto plazo la adquisición en Europa de un reloj
El historiador Jaime Fernández Botero y uno de los hermosos vitrales de La Basílica Menor Nuestra Señora de las Victorias, construido en 1954 por la Casa Velasco de Cali. |
Mucha agua pasó desde
entonces bajo el puente del río San Eugenio, pero en 1911 el sueño de los
santarrosanos se cumplió y desde Múnich (Munchen) Alemania, se trajo un reloj de dos esferas construido en
1901, con los estándares técnicos de una
de las mejores empresas del viejo continente. La máquina se instaló en
la pequeña iglesia de madera y desde entonces los santarrosanos “de a pie” no
tuvieron que mirar al sol para ubicarse en el tiempo y conocieron con precisión
“La Hora de la Oración” para suspender todas sus labores, mientras con voz
queda y reverencial rezaban:” El ángel del Señor anunció a María y concibió por
obra del Espíritu Santo….”
Una vez se erigió el frontis
y las dos enhiestas torres después de 1935, el reloj se empotró en una de
ellas. El tiempo pasó y el reloj no volvió a funcionar; la modernidad había
borrado de nuestra memoria la técnica inherente
a los referidos artefactos de péndulo; además pocos se animaban a
desafiar las alturas y las crujientes escaleras de madera que daban acceso al
gélido reino de búhos y palomas hasta que un humilde, pero recursivo personaje,
se encargó de reactivarlo de nuevo: el célebre “Román”. José Román Velásquez
era un inventor nato, pero empírico, sin formación académica alguna; entonces andaba
por las polvorientas calles de la ciudad en un ruidoso carromato ensamblado por
él y con tres cambios:” lento, más lento y parado”. Su capacidad para descifrar
las leyes de la mecánica quedó demostrada cuando con tuercas desechadas,
piedras y hasta valiéndose de una imagen de un Niño Dios encontrado en un
basurero, el creativo Román ajustó el sistema de pesos y contrapesos necesarios
para darle vida al inerte reloj.
José Luis Lopesino, ciudadano español que restauró el reloj posa al lado del complejo engranaje del histórico patrimonio cultural de la ciudad. |
Cuando el espíritu inquieto
del pintoresco personaje partió hacia la eternidad, quedó de nuevo el
cronómetro sin dolientes; inactivo en plena era digital, desapareció de la
memoria colectiva este patrimonio histórico de la ciudad hasta que el padre
Luis Bernardo Manjarrez R., párroco de nuestra Basílica Menor, tuvo la feliz
idea de invitar a un ciudadano español
residente en Jamundí, con estudios en Suiza alusivos a estas joyas de la
precisión, con el fin de evaluar su estado. José Luis Lopesino, natural de
Mondejar, provincia de Guadalajara, España, con más altruismo y espíritu de servicio
que interés pecuniario, aceptó la invitación y como Julio César “vino, vio y
venció” porque en poco tiempo, con la colaboración del personal de la empresa
santarrosana Indujara, reconstruyó las piezas averiadas o inexistentes y el
reloj que conectó el alma de nuestro pueblo con la fe de los fundadores,
testigo de gestas cívicas, históricas y sociales y también de oscuros pasajes incitados por la pasión
política, volvió a marcar, como antaño, el ritmo de la ciudad. José Luis Lopesino
habla con emoción de su obra y con el sentimiento de quien valora el patrimonio
cultural de un pueblo quiere sensibilizarnos sobre las fortalezas de la ciudad
porque como dijo Menendez y Pelayo :” donde no se conserva piadosamente la
herencia del pasado pobre o rica, grande o pequeña, no esperemos que brote un
pensamiento original, ni una idea dominadora. Un pueblo puede improvisar todo,
menos la cultura intelectual.”
La célebre "Hora del Ángelus" de Millet. |
Post
Scriptum. La
hora del ángelus surgió en Francia durante el siglo XV cuando Luis XI impuso un
rezo tres veces al día como advocación a la tradición Cristiana de la
Anunciación por parte del ángel a María de la encarnación del hijo de Dios. El
tenor de la referida oración decía: “El ángel del Señor anunció a María y
concibió por obra del Espíritu Santo. He aquí la esclava del Señor hágase en mí
según tu palabra, el Verbo se hizo hombre y habitó entre nosotros ..”
La oración se propagó por
todo el mundo cristiano y especialmente adquirió especial devoción en el campo,
durante la siembra y la recolección de la cosecha. El pintor realista francés
Jean Millet plasmó en el lienzo magistralmente la escena de una pareja
campesina interrumpiendo su trabajo en la campiña para rezar el ángelus, la
oración que recuerda el saludo del ángel
a la Virgen María en la
anunciación “en medio de un llano desértico los dos campesinos se
recogen en su plegaria, sus caras quedan en la sombra mientras que la luz destaca sus gestos y las
actitudes consiguiendo expresar un profundo sentimiento”.
El Ángelus de Millet se
convirtió en una obsesión perturbadora para Salvador Dalí quien realizó
distintas reinterpretaciones de la pintura, pero además, casi como a manera de
firma, insertó en algunas de sus obras alegorías a la pareja rezando en el
campo camufladas entre las sub realistas e impactantes imágenes plasmadas por
su pincel mágico.
Una de las muchas reinterpretaciones de "La Hora del Ángelus" hecho por Salvador Dalí. |
Otra pintura de Dalí relacionada con la célebre pintura de Millet. |
Mucho se ha escrito sobre el
origen sobre los fantasmas de Dalí, pero su aguda percepción de genio pudo
haber establecido una conexión entre la muerte de su hermano Salvador con la
imagen de Millet, pues más tarde se comprobó por medio del rayo láser,que inicialmente el artista había
pintado dentro de la cesta que reposa sobre el árido suelo a un niño de pocos
meses de edad, recién fallecido; los dos personajes eran sus afligidos
padres. El tema conmovió tanto a quienes lo vieron por primera vez, que Millet
previendo una censura por parte de la opinión pública y de quienes ostentaban
el poder optó por borrar el pequeño ataúd por una cesta, variando el tema
inicial del dramático sepelio por una arrobadora oración de un par de sencillos
labradores.
Y tal vez esa era la razón
de los temores, fantasmas y obsesiones de Dalí con el hermoso cuadro de Millet.