No se ha borrado de nuestra
memoria una imagen surrealista que nos impactó cuando cientos de monos
desesperados y acosados por el hambre y la confusión invadieron un pueblo de Caldas, ingresando a
las cocinas e intimidades de las casas buscando alimento y refugio; como en
Colombia la realidad es más increíble que la ficción, la escena nos recordó el
film de Spielberg GRENLINS. Al principio como en el caso de la película,
produjo hilaridad, risa y gracia la toma de la población por parte de los primates hurgando entre las ollas, esgrimiendo cacerolas
y molinillos y todo tipo de utensilios domésticos. Sin embargo, el incidente
estaba muy lejos de ser una manifestación espontánea por parte de nuestros “primos cercanos” y mucho menos susceptible
de ser mirada con frivolidad y sorna: el hecho era un síndrome del lado oscuro
del “progreso”, pues la construcción de una represa en inmediaciones de la
ciudad había desplazado la fauna nativa con intimidantes explosiones, movimientos de
tierra, tala del hábitat animal y por último la inundación, después de desviar
el río, de una extensa fracción del
territorio, otrora santuario de las especies originarias.
“Es el costo de
moldear un país moderno en vías de
desarrollo”, dicen los empresarios e instituciones gubernamentales y para
dulcificar los posibles efectos negativos en la opinión pública profusamente difunden
en los medios de comunicación a través de pautas publicitarias muy bien pagadas
idílicas imágenes de brigadas de
“rescatistas” salvando algunas especies, sin que en la mayoría de los casos
logren mitigar la herida profunda que se
le hace a la tierra y a la fauna nativa. Este inquietante modelo se ha repetido
en la construcción de las grandes represas del país, como la del Quimbo en el
río Magdalena, generando profundos impactos ambientales y sociales producidos
por la tala de cientos de árboles y
otros tantos que en pie fueron cubiertos por las aguas enrareciendo el precioso
elemento como producto de su descomposición,
afectando también a los peces,
fuente de subsistencia de los pescadores, quienes además en muchos casos fueron
obligados a abandonar las riberas del río, su querencia desde tiempos
inmemoriales.
Poco o nada pueden hacer las
comunidades cuando su territorio es objeto de los referidos proyectos, ordenados
desde el gobierno central o diseñados a veces por multinacionales
blindadas con privilegios leoninos concedidos por la ley que obran como un
ejército de ocupación, tipificando un
nuevo colonialismo , mientras en las facultades de derecho y las altas esferas
del Estado se habla de SOBERANÍA cuya acepción emocionados definíamos como el “
poder, después de Dios, de ejercer
nuestro propio destino”. En nuestra región, esta abrumante dinámica amenaza el santuario de Barbas Bremmen, hábitat de
especies como los monos aulladores cuyas vidas respetaron los Quimbayas
inicialmente y siglos después los
colonizadores antioqueños; pero irónicamente,
hoy, cuando tenemos Ministerio y autoridades ambientales se ven
amenazados por el trazado de una
servidumbre eléctrica que fragmentará su territorio ancestral y expuestos a las poderosas efectos de la energía electromagnética corren
el riesgo de desaparecer, como la gripa traída por los españoles contribuyó a
extinguir a nuestros indígenas .
La represa de Ituango es una dramática radiografía del abuso y la improvisación
con la naturaleza y lejos de aplicar una licencia poética, la tierra está viva,
palpita, se estremece en estertores agónicos
cuando herida con saña por el megaproyecto sus fluidos, como la
sangre del toro asaeteado en la fiesta
bárbara, sale a borbotones amenazando a los ribereños desde el referido embalse
hasta los pueblos de la depresión momposina ignorados olímpicamente. Tendremos que volver al candil, las velas o
el candelabro? ¡no¡ ; debemos sí, dirigir la mirada a otras fuentes de
energía como la solar o por lo menos, no
caminar arrogantemente al filo de la navaja desafiando las leyes naturales y
sobre todo, si queremos llamarnos NACIÓN, es necesario consultar a las
comunidades de la zona de influencia de las obras , no como una dádiva formal,
sino como un derecho inalienable. A la naturaleza sólo se le puede dominar
obedeciéndole.
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