“No tiene por qué ser verdad
lo que todo el mundo piensa que es verdad”. Aunque las leyes que rigen la
naturaleza son infalibles e irreversibles, con frecuencia nuestros sentidos
perciben imágenes ajenas a la realidad: a las 6 de la mañana la ardiente mirada
del sol aparece en el oriente, a las doce del día está en el zenit y se oculta
por el occidente a la hora del ocaso. Si confiamos en nuestros sentimos
diríamos, como los inquisidores de antaño, que el sol gira en torno a la tierra
y con mayor razón si los libros sagrados así lo estipulaban. Afortunadamente Galileo,
con su capacidad de auscultar los mundos ocultos, iluminó a la humanidad con la
luz de la razón y desafiando los sofismas del pensamiento dominante demostró
que la tierra gravitaba en torno al sol, no sin antes sufrir los vejámenes
reservados para quienes con los rudimentos de la ciencia osaban desafiar los
mitos que sustentaban el poder espureo.
Pero si esto ocurre en el plano de las
leyes físicas, de fatal cumplimiento, qué no ocurrirá en el cambiante mundo
social, donde los intereses económicos y políticos moldean ilusorios paraísos donde
la población se ufana de ser la más feliz del mundo o proclama, no sin cierto
condimento masoquista “que maluco también es bueno.” La fábula “el traje nuevo
del emperador” escrita en 1837 por el escritor Hans Cristian Andersen, hace
alusión a los sutiles mecanismos para disfrazar la realidad a pesar de las
evidencias que indican lo contrario. El magistral cuento para niños nos habla
de las artimañas urdidas por dos hábiles estafadores, profundos conocedores de
la naturaleza humana, al prometer al rey la confección de un rutilante, suave
y delicado traje de oro que lo convertiría ante los ojos de sus súbditos en el
rey sol.
Aunque los ladinos personajes advirtieron que el traje sólo podía ser
visto `por las personas limpias de corazón, el monarca aceptó la oferta y
empezó a suministrar grandes cantidades de oro para diseñar la referida prenda.
Mientras la corte observaba expectante el desarrollo de los acontecimientos, el
rey envió a sus ministros a indagar por los avances de la obra. Por supuesto los
emisarios no vieron nada, ni siquiera el oro, pues los taimados timadores
se habían apropiado del áureo metal; sin
embargo, para guardar las apariencias y sin aceptar que no eran limpios de
corazón regresaron ante el gobernante con postizo entusiasmo a ponderar la
belleza del traje.
El día para lucir ante el pueblo el vistoso atuendo llegó;
dejaron en cueros al soberano, lo vistieron con el presunto traje de oro en una
teatral pantomima celebrada con asombro por sus obsecuentes cortesanos y aunque
veía con azoro su biringa y ridícula figura siguió la corriente y se presentó
ante su súbditos; tampoco deseaba dejar en evidencia sus falencias éticas y
morales y el pueblo, inmerso en la misma razón de hecho, admiró extasiado la
majestad de su rey. Pero mientras el gobernante se paseaba entre la encandilada
multitud con sus fofas carnes y sus piltrafas viriles expuestas
irreverentemente al escarnio público, un niño, ese sí limpio de corazón, gritó
a voz en cuello: ¡el rey está empelota¡ y como si se hubiese desvanecido un
oscuro conjuro, el monarca avergonzado se refugió precipitadamente en su
palacio y todos recuperaron el sentido de la realidad.
La farsa terminó gracias a la verdad vista a través de
los ojos de un tierno e ingenuo ser que desarticuló el estado de ilusión
colectiva fraguado por la mentira y el engaño.
La fábula constituye la
verdadera alegoría del poder en todas las instancias: la actitud cortesana del
coro de áulicos proclamando las virtudes del gobernante, el derroche del erario
público para comprar conciencias y las cortinas de humo lanzadas preñadas de
falsas expectativas, magnificadas por el bien aceitado aparato propagandístico
de los medios de comunicación, generosamente recompensados por difundir la
verdad oficial. Todo este artificial decorado
deforma la realidad y encumbra falazmente al gobernante que orondo y
levitando entre las zalemas, loas y alabanzas “se pasea desnudo con su corona de hielo bajo el sol”,
ajeno al drama de sus conciudadanos.
Al final, cuando la burbuja estalla porque aparece el
poder de la inocencia en la voz de un infante o esa armazón de viento se va a pique por el peso de sus
mentiras y contradicciones, al pueblo sólo le queda la desesperanza aprendida.
y en medio de esta brumosa mezcla de realidad y fantasía en que vivimos sólo nos resta exclamar como el poeta:
En mi zozobra descifrar no acierto
si un muerto soy que sueña que está vivo
o un vivo que sueña que está muerto.
y en medio de esta brumosa mezcla de realidad y fantasía en que vivimos sólo nos resta exclamar como el poeta:
En mi zozobra descifrar no acierto
si un muerto soy que sueña que está vivo
o un vivo que sueña que está muerto.
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