Raíces muy profundas tiene
la corrupción en nuestro país. Ya desde la época de la Colonia, matriz de
nuestra nacionalidad, los españoles desbordaron barreras éticas y morales para
embadurnarse con fruición morbosa en el “estiércol del demonio”: esclavizaron
pueblos libres, legitimados con la autorización del representante de Dios en la
tierra, el lascivo y mundano Papa Alejandro VI; secuestraron indígenas para
pedir rescate y una vez obtenido el botín asesinaban a la víctima como pasó con
Atahualpa, vendían títulos nobiliarios
acreditando la limpieza de sangre y falso abolengo de oscuros trepadores sociales, quienes en su país de
origen comían las bellotas con las cuales alimentaban a sus cerdos.
La
Independencia no trajo un cambio en el respeto por los valores y el patrimonio
público; en el siglo XIX, el dudoso manejo de los préstamos ingleses al país
generó grandes polémicas y mutuas recriminaciones entre nuestros sacralizados
próceres; algunos atribuyen la feroz rivalidad entre Bolívar y Santander a la
irónica frase pronunciada por El Libertador, después de un juego de cartas con
“El Hombre de las Leyes” :”por fin me tocó algo del empréstito con los
ingleses”, dijo con ironía y desde entonces el país se dividió en dos bandos
distanciados ideológicamente que arrastraron a los granadinos a sangrientas
guerras civiles.
El camino al infierno está empedrado de buenas intenciones:
para aminorar la violencia generada por liberales y conservadores, se instauró
el Frente Nacional; esta institución repartió, como un inicuo botín pirata a
partir de 1958 y durante diez y seis años, todos los cargos públicos por partes iguales entre
las dos colectividades políticas, incluyendo la justicia las corporaciones de elección popular y los organismos de
control. Este espurio ayuntamiento logró la cohabitación de “godos” y
“cachiporros” en un cómodo maridaje que trajo complicidad e impunidad en el
doloso manejo de los recursos oficiales.
Como no hay nada tan malo que no pueda
empeorar, en 1968, el presidente de la época estableció los llamados auxilios
parlamentarios; retribuía así
generosamente al congreso por haber
aprobado algunas reformas a la Constitución solicitadas por el mandatario. Los
referidos auxilios eran cuantiosos recursos asignados a senadores y
Representantes, con potestad de administrarlos como si fueran plata de bolsillo a
través, no pocas veces, de fundaciones fantasmas, por donde se desangraban los
dineros que debían atenuar las desigualdades sociales y el drama de nuestro pueblo.
Ayer como hoy el endeudamiento externo limita el ejercicio de la Soberanía y el país queda condicionado a los intereses foráneos que imponen lesivas condiciones para la economía nacional. |
En 1991 el país recibió
alborozado la expedición de una nueva Constitución; La Carta Magna “abolió” los
auxilios parlamentarios; con la Tutela y otros reformas surgió la esperanza de
un nuevo amanecer donde los bolsillos de
los administradores y líderes políticos “serían de cristal”, pero el tiempo
demostró lo contrario; acordes con la estrategia de la sociedad moderna de
desfigurar la realidad a través del lenguaje, los auxilios parlamentarios se
transmutaron en el presupuesto de la nación con el nombre técnico de “cupos o
cuotas de participación”, legitimados por los estadistas como un instrumento de “gobernabilidad” y el
pueblo, que no es bobo e intuye lo que
hay detrás de la aparente fachada, tapándose la nariz, llama “mermelada”.
Si el agua viene turbia desde la fuente, no
puede uno esperar el fin de la corrupción o su “reducción a las justas proporciones”, como lo preconizan
gobernantes o aspirantes a la Primera Magistratura con el anuncio de la
expedición de leyes aumentando penas,
maquillando una dolorosa realidad protagonizada por una dirigencia voraz, que
le niega a la población el derecho fundamental a la vida y la salud y convirtió
la Tutela, tal vez la más esperanzadora institución de nuestra legislación, en
letra muerta y menos aún, cuando las nuevas realidades dejan entrever la
entrega de la soberanía por parte del país político a las potencias extranjeras a través de empréstitos y compañía multinacionales como
Odebrech que apoyaron gobernantes, compraron conciencias y luego pasaron cuenta
de cobro; su factura fue cancelada con jugosas concesiones y oprobiosos
contratos en detrimento del bienestar de los colombianos y la fe pública.
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