jueves, 16 de junio de 2016

La fiesta bárbara.



El cruel duelo de gladiadores.(Tomado Internet)


Los combates de gladiadores surgieron en Roma, inicialmente como un acto funerario reservado a la aristocracia. El rito sagrado exigía que la sangre de los gladiadores corriera  en memoria de los muertos para “apaciguar los espíritus” y evitar que desde el más allá, hostilizaran a quienes le sobrevivieron por no haber recibido las honras y los honores debidos. Pero el rito se convirtió en espectáculo público cuando los políticos, percatados de su popularidad, los convirtieron en un instrumento de propaganda para obtener grandes triunfos electorales y por ende fulgurantes ascensos en las altas esferas del poder. La muchedumbre sedienta de emociones fuertes, premiaba con su respaldo en las urnas a quien saciara su gusto por la sangre; por eso, el coctel de sádicos se refinaba perversamente para satisfacer al populacho: al principio, parejas de gladiadores enfrentados con diferentes armas, luchaban pos sus vidas; luego, centenares de contendientes exaltaban el morboso frenesí del público en batallas campales donde corría la sangre a raudales por el coliseo romano; con frecuencia en el interregno del evento seres humanos eran devorados por las fieras.


 
Otra modalidad del cruel circo romano: hombres devorados por las fieras.(Foto Internet)

Aunque la posteridad ha rechazado el cruel espectáculo, en nuestro país las altas  cortes legitiman las corridas de toros, que conservan la esencia y la crueldad del circo romano, reconociéndolas como manifestaciones de tipo “cultural”  e instan  perentoriamente al alcalde de Bogotá para acelerar la recuperación de la plaza de toros. Nada más antagónico y contrario a la voz de la justicia que una corrida de toros: para aceptarlas y digerirlas se debe apostatar y desconocer los principios jurídicos y éticos que rigen nuestra sociedad: la igualdad del combate entre el hombre y “la bestia” es alterada cuando al noble ejemplar se le recortan las astas y lo debilitan a golpes antes de salir al ruedo; se hace abstracción del sentido de la estética y la sensibilidad de todo ser viviente , cuando en cumplimiento de una de las fases de la lidia, el mozo de espadas, según el histriónico narrador en su condición de apologista del inicuo martirio, “deja un hermoso par de banderillas que adornan el lomo del toro”, ignorando el drama y el tormento del astado, herido por  un lacerante arpón de hierro con  garfios que adheridos al cuerpo del cornúpeta, desgarran músculos y tejidos al desplazarse por la arena para acudir a la provocación del matador; la legítima defensa y la inteligencia para reaccionar a la agresión son desconocidas por los “amantes del arte de cúchares” cuando el toro en vez de responder al engaño, “no se embriaga en el capote” y ataca con decisión a su torturador, gritan indignados:” ¡ toro asesino, toro matrero ¡” y lo matan apresuradamente para no correr riesgos. El reproche público cae también sobre el hermoso miura cuando, como todo ser viviente, siente el dolor y el instinto de conservación lo induce a alejarse de los bárbaros que lo asaetean horadándolo , llenando su cuerpo de cráteres por donde sale la sangre a borbotones:” ¡es un toro cobarde, se resiente ante el castigo!”, vuelve a gritar indignado el personaje de clavel en el ojal y postizo acento andaluz y la  muchedumbre, como dos mil años atrás, inclina el pulgar hacia abajo para apresurar la muerte del noble astado de color azabache y de armoniosa  estampa, no sin antes arponeándolo con múltiples estocadas, muchas de ellas atravesadas, que ponen a sufrir al respetable público, no por el dolor de la “bestia”, sino porque el torero va a perder las ensangrentadas orejas y el rabo con el que premian “las artísticas faenas”. 



Banderilla , foto Internet.
Al final, recostado contra las tablas en un último esfuerzo por resistir la parca  ya posesionada en la mirada sin brillo y extraviada, en medio del aullido morboso que en crescendo brota de los tendidos, cae para  dar paso  al picador, quién con la misma sevicia de sus compañeros de tercio, aguijonea con la picana la imponente testuz del agonizante toro; cubierto de oprobios el bovino ve venir la muerte como una auténtica liberación, como el triunfo sobre el dolor, como el triunfo sobre la barbarie humana , llamada “cultura” por quienes deben ser garantes del respeto y la dignidad de todos los seres de la naturaleza. 

En “el arrastre”, el respetable, desde su cómoda silla y ahíto de ron y manzanilla, silba y abuchea a los ejemplares “matreros” y los “cobardes”, a los primeros porque la inteligencia está proscrita en el espectáculo y a los segundos porque se les niega el derecho a tener instinto de conservación.



Una imagen vale más que cien palabras.(Foto Internet)
 Alguien comparó alguna vez al toro lidiado   en la fiesta bárbara con el pueblo: si levanta mucho la cabeza hay que ordenarle al varilarguero que hunda profundamente hasta las entrañas la siniestra lanza, para hacerle bajar la cerviz y “se embarque cómodamente en el capote”, sin peligro para el diestro; si desarrolla inteligencia, se debe acortar la faena, pues se prohíbe pensar en algo más que “simplemente fútbol.

 Algún día, cuando nuestra patria se inspire verdaderamente en  valores eternos, se respete la vida humana y la dignidad de los demás seres de la naturaleza, las corridas serán reconocidas como una tara social de infausto recuerdo.